Camilo arrastraba sus pies y suspiraba, no quería regresar a su casa. Era invierno, gélido e inmutable. Las calles estaban vacías. El alumbrado público seguía prendido aunque fuera de día.

Una leve brisa le produjo un escalofrió, se sacudió. Sonrió al verse en una ventana. Solo, en paz. Sin su madre, sin su padrastro.  Era un día gris, sin sol. Sin gritos.

El viento sur tomaba fuerza. Un auto pasó por su lado, le tocó bocina. Pensó que lo habían confundido,  de todas formas saludó. Acto seguido, sacó de su mochila un pullover. La temperatura parecía haber descendido gravemente. Se refregó las manos, estaban congeladas. A pesar del frio, no podía volver a su hogar. Era viernes.  Esa basura, amante de su madre debía estar ahogándose en cerveza. La semana anterior, lo había golpeado con una botella. Se miró la herida que le había quedado. La apretó.

El miserable Camilo, no se detenía. Seguía a su sombra. Su sombra lo seguía. Inconscientemente se perdió. Estaba parado en medio de una calle sin salida, al resguardo del  viento.  A lo lejos sonaba una sirena de ambulancia. Una luz mortecina lo atrajo al final del callejón. Era de un negocio, pequeño y antiguo.  Por la vidriera notó a un anciano que leía plácidamente detrás de la caja registradora.

 Entró. Sonaron unas campanitas, que colgaban en la puerta. El hombre levantó su mirada.

 Camilo saludó con un tímido y casi imperceptible movimiento de cabeza. Se aclaró la garganta. Leyó el título del libro “Antes del fin”, de Sabato, lo conocía, le fascinaba. En ese momento, lo quiso. Le recordaba a su abuelo. Su saludo fue devuelto, con una amistosa, pero extraña, sonrisa. Tenía una camisa celeste a rayas y su nombre bordado, Felipe. La tienda era realmente insignificante. Objetos viejos, sucios, descuidados. Cajas amontonadas, cubiertas de polvo y telas de araña.

-          Buenas tardes jovencito ¿En qué puedo ayudarlo?-  preguntó, mientras limpiaba sus anteojos.
-          ¡Quiero matar a un hombre!- sentenció Camilo. Su garganta estaba seca. Su voz sonó ronca.
-          Matar a un hombre, matar a un hombre… - Miró unas cajas de cartón apiladas en una esquina del local-¡Veamos que puedo ofrecerle!- se puso de pie, ayudado por un bastón- ¡Qué mundo él de hoy! – exclamó al pasar junto al joven.

Camilo se había paralizado ante la morbosa escena. Creyó que estaba soñando. Pero no era así. Ahí estaba.  Junto a un anciano demente. Comprando algo para asesinar a su padrastro. No sabía que buscaba. Sacó todo el dinero que llevaba consigo. Se quitó un reloj de plata que su madre le había regalado. Pensó en anotar un “pagaré”.  Tiritaba. Sus dientes castañeaban.  Felipe resoplaba y murmuraba algo. Se rascaba la cabeza, intentaba recordar, dónde habría guardado eso, “algo para matar a un hombre”.

Sacó una caja rota, mediana y polvorienta de un rincón. Suspiro aliviado. Asintió con la cabeza.  Le sacudió un poco la mugre y la guardó en una bolsa. Camilo,  sofocado por sus ideas, tomó el paquete.

-          ¿Cuánto es? – masculló entre dientes. Le daba asco la sonrisa del anciano. Dejó de mirarlo.
-          ¡Son cincuenta pesos joven!- apretó un botón y la caja registradora se abrió inmediatamente. – ¡Le hice un descuentito! Usted verá… me recuerda a mi cuando era un muchacho.

Se retorció ante aquella idea. No podía parecerse a un anciano loco. Le arrojó el dinero al mostrador. Sentía como si la bolsa lo quemara.

-          ¡Gracias por su compra! Vuelva pronto. Espero que le sirva. – se despedía Felipe. Contando el dinero. Riendo.

Camilo salió desesperado de aquel lugar  y así, oscilando entre pasos largos y tropiezos bruscos, marchaba a su hogar.

“¿Voy a matar a un hombre?  Si, voy a matarlo. Ya está decidido.  No puedo dar marcha atrás, ¿No puedo?” Respiraba bruscamente,  sus ideas lo aturdían. No quería convertirse en un asesino, en un  viejo demente. Rasgaba la bolsa, sentía el cartón al rozarlo con las yemas de sus dedos.  Vomitó junto a un árbol. No se detuvo.

Notó que estaba atardeciendo. Las nubes, en un principio grises, ahora se habían tornado azul oscuras. Estaba agitado, un sudor helado corría por su frente. Tenía algo de fiebre. Miraba en derredor, no había nadie.

A lo lejos divisó la puerta principal de su vivienda.  Estaba entreabierta. Esto lo perturbo aún más. Otro escalofrió lo recorrió. Escuchaba un leve llanto proveniente del comedor. Tuvo miedo. Tenía que matar a un hombre.

Entró. Había Restos de botellas de cerveza por doquier.  Olía horrible. Vio a su madre, arrodillada, despeinada, destruida. Estaba junto al cuerpo de su pareja.  Que yacía pálido, sucio, muerto. Se veía una herida profunda, a un lado de su oreja. Camilo no sintió pena. Él iba a matarlo de todas formas, aunque no sabía cómo.

-          - Llegaste…- sollozó su madre. Abrazando la pierna de su hijo.
“No maté a un hombre” pensó, mientras  Dejaba  caer la bolsa. 





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