En los rincones olvidados del mundo se erguía entre sierras y sombras un pueblo de barro, donde decenas de obreros dejaban su vida en hornos sofocantes de fuego y tierra. Fabricaban ladrillos de manera proporcional a la pérdida de sus palabras, de sus sueños, de su sudor. Llegaban desde lejos, huérfanos de suelo, lo único que cargaban era algo de ropa desecha y anhelos de viejos amores.
Obligados a huir de aquel sufrimiento desgarrador, que es el hambre, descendían de los montes cientos de siluetas encorvadas.
Recibidos por embaucadores, eran encantados con promesas doradas ¡Qué fácil se dejaban engañar! Apretados, cansados y dejando caer una que otra lagrima se dirigían a su ensombrecido destino.
Sería el solsticio de invierno quien conduciría a un nostálgico muchacho desde tierras lejanas al pueblucho con aire de polvo. Tupac, descendiente de los místicos incas guardianes de la tierra, no tenía suelo que pisar.
Le impusieron vivir con dos extraños, señalando una casucha minúscula de barro, iluminada por la luna. Al entrar sintió como si su corazón se estrujase, yacían ante él dos niños ¡a los cuales la vida parecía haberlos golpeado con inexplicable crueldad! desnutridos, harapientos, con manos heridas y sin voz, o al menos eso les forzaban creer. Él caminante se dejo caer ante tan desgarradora visión. Uno de los oprimidos quito una madera agujereada de la pared, dejando entrar la misma luz que él había admirado minutos antes. Esa noche, más oscura que la pesadilla más terrorífica, se robo tres llantos, quebró un espíritu noble, el de un hijo del sol.
Los días se sucedían uno tras otro, parecían ser el mismo. Con timidez los rayos del amanecer bañaban las chozas que rodeaban las cocinas de barro, parecía un pueblo de tierra ¡Era un pueblo de tierra! Hombres, mujeres y niños emergían del suelo, guardando un silencio espantoso. Los patrones emitían alaridos como fieras, enceguecidos por frívola ambición no veían a otras personas caminando ante ellos, solo veían a herramientas ¡grises, sin vida, sin sangre! Tupac yacía perdido en su interior, devastado trabajaba hasta que su cuerpo cedía, miles de ladrillos pasaban por sus desgarradas manos, traspiraba su juventud en las fauces de los hornos agobiantes.
Las horas caían muertas, de vez en cuando se llevaban con ellas a algún obrero longevo o a un desafortunado que enfermaba a causa del ambiente hostil y la desesperanza. Este fue el infortunio del compañero de penas de Tupac, que ardía impiadosamente, los reyes del barro lo desecharon perversamente. Evitando sucumbir ante la desesperación, él heredero del sol se acomodó en el suelo de tierra a la par del niño. Tres amaneceres bastaron para que su vida se consumiera, dejando un cuerpo gélido.
Fue en aquel albor que Tupac renació ¡ya era suficiente dolor, ya era suficiente silencio, ya era suficiente sangre perdida! Como sus antepasados contra los colonizadores, pisó el suelo firme y levanto su cabeza, salió impetuoso de la casucha emitiendo un grito ensordecedor, estaba vivo, indiscutiblemente vivo, no era una simple herramienta. Los desdichados recuperaban la voz, a medida que caían los ladrillos .Los jefes, aturdidos por los obreros exaltados, se negaban a creer lo que veían. Los instrumentos empezaban a pensar, a creer, a hablar. El fuego de los hornos no ardía dañinamente, se había vuelto cálido, ya no respondían a los mismos Dioses.
Tupac enterró aquella existencia absurda y aletargada. Desapareció. Quizás se dejo llevar por el sol. Quizás se volvió el guía de los sin suelo.





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